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24 feb de 2006

CARNAVALES


En Carnavales todo vale

Llegó el Carnaval, tiempo de relajamiento y desahogo. Pero, ¿qué podemos esperar de esta fiesta cuyas raíces nativas y cristiano-occidentales han moldeado en nosotros una religiosidad particular, de reverencia y creencia en las deidades de nuestro entorno, de lo que nos sostiene y nos da “razones” para vivir?
Muchos dirán que el paganismo nos obliga a darle ofrendas a la Pachamama, la Madre Tierra, mientras otros combinarán esos ritos involucrando a la Virgen María, la madre de Cristo, y no faltarán los fundamentalistas que verán en estas festividades a los “demonios” sueltos y se mostrarán como devotos intransigentes; a estos últimos les diría mi madre: “A Dios rezando y con el mazo dando.”
Pero, ¿serán las lecturas de la Biblia (propias de la cosmovisión de los habitantes de una parte del Medio Oriente) la única verdad o serán los mensajes de los Yatiris, representantes de los Achachilas (personificación de las montañas, lagos y de otros sitios monumentales) los que dicen la verdad?
No sé ni tampoco puedo decir: “esta es la verdad”; pero, lo que sí sé es que en estos días muchos rociaremos con licor el suelo que nos sostiene, el que nos da frutos y de donde surge el agua, y lo haremos como una ofrenda y agradecimiento a la Pachamama, a la Madre Tierra o a la Virgen María que nos protege con su gran manto lleno de filigranas de plata, como así lo interpretó hace siglos un pintor colonial cuando personificó al Cerro de Potosí como a la misma madre de Jesús. Así lo haremos, principalmente, el martes de Ch’alla, agradeciendo a la Naturaleza, a la Pachamama, a la Virgen, a la Vida, lo poco o mucho que tenemos y deseando a los allegados lo mejor.
De cualquier manera, pese al desborde y a la distensión que también hay en estas fiestas, es un tiempo de reverencia y agradecimientos (al menos en estas latitudes), es tiempo de recordar que los hombres y mujeres, por más que podamos dominar muchos fenómenos naturales, no podemos ser soberbios, saqueadores, atropelladores ni depredadores de nuestro mundo. Es por eso que como una respuesta a lo incomprensible, sobre todo cuando hay pérdidas humanas y materiales en catástrofes, muchos dirán que esas desgracias llegaron porque la tierra estaba enojada y que para aplacarse necesitaba de esas ofrendas, para que luego nos dé bonanza.
Sea lo que fuere, muchos de los desastres naturales son consecuencia de la insensatez humana, del egoísmo de la sociedad de consumo, donde la satisfacción de pocos está por encima del bienestar colectivo, del equilibrio ambiental, donde todo tiene su lugar y función mientras no se lo altere.
Tal vez, en el fondo, esta fiesta de Carnavales sea un llamado de atención de la vida, para que siga siendo alegre (como lo será en estos días), para que tengamos la oportunidad de agradecer a la naturaleza (o al Dios o Diosa en quien creemos), para que tomemos conciencia de la importancia de cuidar el mundo, nuestro mundo; así, mientras unos darán todo de sí al Tío de la mina (deidad que las profundidades que protege su mineral y a sus mineros), otros bailarán para la Virgen María en Oruro (Bolivia). Finalmente todo vale en Carnavales, con tal de creer en algo.

Yuri Aguilar Dávalos

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“El Carnaval del diablo ha sido muy pecaminoso” dice en su sermón un cura de la Parroquia de la Merced luego de que españoles, mestizos e indios gozaron sin control

Estos Carnavales quién inventaría

Desde semanas antes, en La Paz (Bolivia), niños, jóvenes y adultos preparan los principales materiales para la diversión carnavalesca: los cartuchos de harina de maíz o de trigo. Usando una vela —nada piadosa en estos casos— como molde, prepararan los soportes de hojas de seda para luego embutirlas con harina.
Los que salen a las calles llevan sendas bolsas llenas de cartuchos, cuyo destino final es la cara desprevenida de algún carnavalesco, pero también de los que están parapetados en los balcones de las casas; pero, desde ellas, cuando ya se ha acabado la provisión de cartuchos, los divertidos fiesteros toman un jarro y con su costal de harina al lado, echan desde las alturas gran cantidades de polvo, y encima una buena cantidad de agua para embadurnarlos.
Las casas están abiertas a las pandillas, grupos de jóvenes y adultos que visitan a sus amistades para compartir su alegría; pero los dueños de casa, sabiendo de la algarabía de los comparseros tienen la precaución de recoger sus alfombras, porque el juego con agua y harina continúa en los interiores. Pasado el “bautizo” los anfitriones ofrecen a sus ocasionales invitados con profusión de refrescos y bebidas espirituosas como también de comida, donde las humintas y los asados son los más preferidos.
Tanto es el desborde de alegría y libertad en estas fiestas que, pasadas las carnestolendas de 1747, en plena Colonia, el cura Comendador de la Parroquia de la Merced, Jacinto Mendoza, predica desde su pulpito, con lujo de detalles, los excesos de la carne: “El carnaval del diablo ha sido muy pecaminoso. Los hombres con pretexto de untarles con harina la cara y los pechos a las hembras, cometía tocamientos que conducen al pecado. ¡Jesús!!! He visto a seis mocetones apoderarse de una mujer, embadurnarle hasta el extremo... y dejarle pura harina, mientras la otra quedaba muy contenta y satisfecha.”
En el campo también los indígenas no se inhiben. El domingo hombres y mujeres se presentan bien trajeados en las plazas para bailar sus khachhuas, mientras gritan alborozados ¡huipa, huipa! Al mismo tiempo llueve sobre ellos flores y confites, es lo que llaman chayahua; pero como allí no pueden darse el lujo de derrochar harina, se golpean las espaldas con el fruto de la lucma (membrillo), encerrados en un tejido de lanas de colores.
Carnavales es también tiempo de cantar y de recordar a un curita que hizo de las suyas en el siglo XIX, de quien se oía esta copla muy conocida: “Estos Carnavales quién inventaría / El Tata Babía en la chichería.”

Yuri Aguilar Dávalos

(Fuentes: M. Rigoberto Paredes, “Mitos, supersticiones y supervivencias populares de Bolivia”, La Paz, Isla, 1995; Nicanor Aranzaes “Diccionario histórico del Departamento de La Paz”; y testimonios de mis padres: Eduardo Aguilar y Blanca Dávalos)

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